Con creciente preocupación, observamos el acelerado deterioro de la seguridad en Costa Rica. La reciente editorial de El Financiero, “La cara factura del aumento de la inseguridad”, respaldada por un amplio reportaje, expone con crudeza una realidad que ya es cotidiana para ciudadanos, empresas e instituciones. Como gerente general de una compañía dedicada a brindar servicios de seguridad estratégica y especializada, considero necesario aportar a esta conversación desde la experiencia operativa diaria en entornos corporativos, residenciales e institucionales.
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Según la Encuesta de Perspectivas Empresariales elaborada por la Cámara de Industrias de Costa Rica (CICR), siete de cada diez empresas califican al país como inseguro o muy inseguro. Los datos del OIJ revelan que los comercios más golpeados por robos y asaltos incluyen desde instituciones públicas no financieras hasta restaurantes, oficinas, minisúper, talleres, bares y tiendas. A esto se suma un dato especialmente alarmante: entre 2020 y 2024 se reporta el homicidio de 29 empresarios o comerciantes, reflejo del nivel de exposición que enfrenta el sector productivo.
La violencia callejera, los hurtos y la criminalidad en aumento son señales claras de que enfrentamos una crisis de seguridad con efectos directos en la economía, la inversión y la calidad de vida.
Más allá de los análisis estructurales sobre la política de seguridad ciudadana, es crucial preguntarnos: ¿cómo estamos reaccionando como sociedad? ¿qué responsabilidad tienen los sectores organizados como el Estado, los gobiernos locales, el comercio, los parques industriales y los desarrollos residenciales? Si bien el objetivo de toda política pública debería ser garantizar entornos seguros, hoy esa meta se percibe lejana y, lo más preocupante, sin una solución viable en el corto plazo; incluso recientes declaraciones internacionales que ubican a San José en un listado de ciudades inseguras ponen en evidencia la urgencia de reforzar las acciones necesarias para recuperar la percepción de seguridad entre nacionales y visitantes.
Frente a este vacío, proliferan soluciones informales, de baja calidad y escasa profesionalización. Con tal de ahorrar a corto plazo, muchas personas, empresas e instituciones optan por servicios de seguridad privada inadecuados, sin verificar credenciales, capacidades tecnológicas o experiencia operativa. Es una práctica riesgosa, que además de ser ineficiente, puede tener consecuencias legales si la empresa no está debidamente registrada ante el Ministerio de Seguridad Pública.
Uno de los errores más comunes en este proceso es priorizar el precio por encima de la calidad. Se toma la decisión únicamente con base en cotizaciones, sin evaluar si el proveedor ofrece protocolos claros, equipos modernos o personal capacitado. También se omite, con frecuencia, la etapa más crítica del proceso: el diagnóstico profesional de amenazas y vulnerabilidades del entorno. La seguridad moderna no puede depender solo del recurso humano; requiere la integración de sistemas de videovigilancia, sensores, control de accesos y monitoreo remoto. Además, ignorar la trayectoria del proveedor o su historial operativo solo debilita aún más la protección contratada.
Luego, cuando ocurren asaltos o situaciones críticas, la opinión pública se sorprende. Pero no es raro encontrar condominios o juntas administrativas que insisten en recortar el presupuesto de seguridad año tras año, sin considerar el impacto de esas decisiones. ¿Cuál es el costo real de una seguridad deficiente?
De hecho, el sector privado ya ha empezado a reaccionar: el 64,5% de las empresas afectadas ha reportado aumentos en sus gastos en seguridad física, y un 61,3% ha incrementado sus inversiones en ciberseguridad, según datos de la CICR. Sin embargo, en muchos casos esas inversiones siguen siendo insuficientes o mal orientadas. Basta con recorrer hoteles, incluso de alta gama, para notar que sus sistemas de videovigilancia o su seguridad perimetral no cumplen con estándares básicos. La consecuencia es clara: riesgo real y latente para huéspedes, empleados y activos.
Es urgente que el sector privado entienda que la seguridad no es un lujo ni una obligación ajena. Las consecuencias de no proteger adecuadamente sus operaciones pueden ser catastróficas. Y más grave aún, muchas veces se gasta más en soluciones mediocres que en invertir en un esquema robusto y efectivo. En esos casos, es preferible no invertir en absoluto, antes que destinar recursos a servicios que no cumplen con los mínimos estándares de calidad.
Por su parte, el sector público también debe revisar con urgencia sus procesos de contratación. En la mayoría de las licitaciones, el criterio con mayor peso para adjudicar servicios de seguridad sigue siendo el precio. Bajo el argumento de la eficiencia, se premia la oferta más barata, sin ponderar adecuadamente factores técnicos o de calidad. Esta práctica ha demostrado ser ineficiente y peligrosa. Las administraciones públicas deben replantear estos esquemas si realmente aspiran a contratar servicios que garanticen seguridad efectiva y confiable.
La inseguridad no distingue entre lo público y lo privado. Nos afecta a todos y, por tanto, su solución exige corresponsabilidad. Es momento de dejar atrás la visión fragmentada y construir alianzas estratégicas entre el Estado, las empresas, las comunidades y los proveedores especializados. Costa Rica merece mucho más que respuestas reactivas: necesita una visión seria, profesional y conjunta para recuperar su tranquilidad.
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El autor es máster en Dirección de Empresas y gerente general de Grupo Eulen Costa Rica.