A pesar de las predicciones pesimistas, los principales indicadores de la economía estadounidense siguen pareciendo sólidos. Aunque el reciente cierre del gobierno ha retrasado la publicación de los datos del tercer trimestre, el crecimiento en el segundo trimestre de 2025, a una tasa anualizada del 3,8%, fue mayor de lo esperado, la inflación parece estar bajo control -a pesar del aumento de los aranceles- y el mercado bursátil se ha disparado.
Sin duda, algunos podrían objetar que el crecimiento agregado es una medida imperfecta del bienestar; que la inflación se mantiene por encima del objetivo del 2% de la Reserva Federal; que las ganancias del mercado bursátil pueden reflejar una burbuja que podría estallar en cualquier momento; y que estas estadísticas no reflejan el sufrimiento de las personas directamente afectadas por los recortes del gasto o el cierre del gobierno (desde los empleados federales hasta los beneficiarios de cupones de alimentos). Pero incluso los críticos de la actual administración tendrían que admitir que los datos han sido mejores de lo que esperaban.
¿Qué dicen estos datos sobre la sabiduría de los economistas que predijeron el cataclismo? Para responder a esta pregunta, podría resultar útil establecer un paralelismo con los médicos. Supongamos que un médico le dice a una paciente con las arterias obstruidas que corre el riesgo de sufrir un infarto o un derrame cerebral a menos que tome medidas preventivas. Ahora supongamos que esa paciente se mantiene sana durante uno o dos años. ¿Esto significa que el médico estaba equivocado?
Obviamente, no. Tal vez la paciente cambió su estilo de vida comiendo alimentos más saludables, haciendo ejercicio o tomando un medicamento. En este caso, el pronóstico del médico hizo exactamente lo que se suponía que debía hacer: hizo que la paciente tomara las medidas adecuadas. O quizá la paciente simplemente tuvo suerte a corto plazo, en cuyo caso el pronóstico del médico podría ser cierto en uno o dos años, si no se produce un cambio en su comportamiento.
Una abrumadora mayoría de economistas lleva dando la voz de alarma sobre la economía estadounidense desde principios de este año, y aunque esta administración no parece escuchar a los expertos económicos, sí escucha a los mercados. Cuando las acciones se desplomaron y los rendimientos del Tesoro se dispararon tras el “Día de la Liberación” (2 de abril), los aranceles anunciados se redujeron, se pospusieron o se renegociaron. Por lo tanto, parte de la razón por la que no hemos visto grandes aumentos de precios u otros efectos sustancialmente negativos en la economía es que la política estadounidense tomó un camino ligeramente diferente.
Aun así, estas buenas noticias no cambian el hecho de que los aranceles del gobierno, la negociación bilateral y los recursos legales contra ellos, así como todo el caos que han provocado, tendrán costos económicos y políticos a largo plazo. Los precios al consumo y las importaciones, tarde o temprano, reaccionarán. Los países que han estado ganando tiempo negociando con Estados Unidos podrían tomar represalias una vez que se hayan adaptado a la nueva realidad y hayan desarrollado una mayor resistencia a la caprichosa política comercial estadounidense.
Asimismo, un entorno tan inestable e impredecible socava no solo la inversión, sino también la posición de Estados Unidos como potencia económica y política global. El daño causado por las heridas autoinfligidas por la administración puede haberse contenido a corto plazo, debido a que las políticas reales son ligeramente más razonables que la retórica; pero esa retórica también está causando daño.
En este sentido, la evolución de la economía estadounidense puede explicarse mediante una combinación de los dos escenarios de la analogía médico-paciente. La administración ha interpretado las señales y ha ajustado su curso de acción en materia de política comercial, y se ha beneficiado del hecho de que los efectos negativos generales de sus políticas tardarán en manifestarse.
Pero la analogía es incompleta. A diferencia de un paciente enfermo que simplemente no puede cambiar sus hábitos, la economía estadounidense ha demostrado ser extremadamente dinámica y capaz de reinventarse, a pesar de las malas políticas y la formulación caótica de las mismas. La principal fuente de este dinamismo en los últimos 30 años ha sido la nueva tecnología, siendo la IA el avance más reciente. Las grandes esperanzas depositadas en la IA han impulsado la mayor parte de las ganancias bursátiles desde el año pasado. Aunque muchos temen que la burbuja estalle en cualquier momento, cualquiera que haya utilizado grandes modelos de lenguaje en los dos últimos años habrá visto no solo lo que ya son capaces de hacer, sino también los progresos inmensos y acelerados que han realizado.
Aunque los escépticos se preguntan si estas rápidas mejoras continuarán, lo que suscita inquietud sobre los efectos económicos a mediano y largo plazo, lo cierto es que la innovación tecnológica estadounidense ha dado sus frutos una y otra vez -desde la difusión de la PC en los años 1980 hasta Internet y las tecnologías móviles más recientemente-. Hasta ahora, la promesa básica se ha cumplido sistemáticamente, aunque haya habido burbujas especulativas en el camino.
Por esta razón, sigo siendo optimista. Estados Unidos ha demostrado ser capaz de producir repetidamente avances tecnológicos y adoptarlos de forma que transformen los mercados y la vida cotidiana. A pesar de las políticas erráticas y de los errores recientes, no daría por perdida a la economía estadounidense. Como dice el refrán, “el que apostó contra la economía estadounidense perdió”, al menos a largo plazo.
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El autor es execonomista jefe del Grupo del Banco Mundial y jefa de redacción de la American Economic Review, es profesora de Economía en la Universidad de Yale.