Los partidos políticos son el vehículo esencial de la democracia para organizar visiones de país y competir por el poder, canalizando intereses y construyendo proyectos colectivos. Su vitalidad es el termómetro de la salud de una república. Sin embargo, en la Costa Rica del siglo XXI, hemos pervertido esa función, creando un laberinto de fragmentación que nos sumerge en atascamientos, lentitud y complejidades evitables. Este entrabamiento no es una mera molestia administrativa; tiene consecuencias directas sobre la vida de los ciudadanos: entraba la negociación y nos vuelve incapaces de acometer las grandes reformas que el futuro exige.
Parte del origen de nuestro entrabamiento político yace en una paradoja legal: nuestra legislación, producto de fallos constitucionales que buscaron ampliar la participación, ha hecho extraordinariamente fácil crear un partido, pero sumamente difícil que desaparezca. El resultado es una “inflación” de siglas que satura el espectro político. Pero esta proliferación no surgió en el vacío; hay que reconocer la cuota de responsabilidad del bipartidismo tradicional. Sus estructuras, otrora representativas de amplios sectores sociales, se anquilosaron hasta convertirse en meras máquinas electorales, desconectadas de la ciudadanía y manchadas por escándalos que minaron la confianza pública. Al descuidar la formación rigurosa de cuadros de calidad, la postulación de sus mejores figuras y el trabajo por las mayorías en favor de grupos de interés particulares, generaron un profundo vacío de representación que empujó a un electorado huérfano a buscar nuevas y, a menudo, improvisadas opciones.
En ese terreno fértil prosperó el “partido taxi”: un cascarón vacío, sin bases territoriales, sin debate ideológico interno y sin un programa coherente más allá de las consignas de campaña. Se activa cada cuatro años para servir de plataforma a una candidatura personalista, usualmente de una figura con cierta notoriedad mediática pero escasa experiencia en la gestión pública. Estas no son organizaciones que formen ciudadanos o que elaboren políticas públicas a través de un análisis serio; son meros vehículos de alquiler para fines electorales de corto plazo, cuyo único objetivo es alcanzar un curul o un puesto en el Ejecutivo. Su estructura interna suele ser antidemocrática, controlada por un pequeño círculo que toma todas las decisiones, aunque respetando las formas hacia el exterior. Una vez pasada la elección, el motor se apaga y el vehículo queda aparcado, sin dar seguimiento a sus promesas ni fiscalizar el poder, hasta el siguiente ciclo.
Este sistema atrofia nuestra democracia de forma sistémica. La fragmentación legislativa es su consecuencia directa y articular mayorías para gobernar se torna una tarea complicada, no por una sana diversidad de visiones, sino por la ausencia de ellas. Se instala una política transaccional donde cada voto debe ser negociado casi individualmente, no en función de un proyecto de país, sino de beneficios para feudos minúsculos. La lógica del “partido taxi” incentiva la obstrucción como herramienta de visibilidad y castiga la colaboración, que se percibe como una debilidad o una traición a un mandato popular inexistente. El debate se empobrece, reemplazado por el cálculo mezquino y la defensa de intereses parroquiales.
Hemos llegado a un punto de quiebre. La facilidad para crear partidos sin exigirles un mínimo de representatividad o estructura ha provocado una devaluación general de la política, permitiendo la llegada al poder de personas con una preparación, en muchos casos, cuestionable. Se ha perdido la noción de la “carrera política” como un proceso de formación y experiencia. Si bien los partidos consolidados también han cometido errores graves, el fenómeno de los “taxis” potencia la improvisación y el amateurismo en la toma de decisiones críticas para la nación.
No se trata de añorar el bipartidismo; aquel modelo se agotó social y políticamente, y no responde a la realidad actual del país. Sin embargo, lo que tenemos hoy es igualmente indeseable: un sistema atomizado, poblado por líderes con una alarmante inmadurez política, incapaces de dialogar en profundidad y forjar los acuerdos sólidos que Costa Rica necesita con urgencia. Si no acometemos una reforma seria que incentive la calidad sobre la cantidad, que establezca umbrales electorales para garantizar representatividad y que promueva la formación de coaliciones programáticas, seguiremos subidos en decenas de taxis que dan vueltas en círculos, quemando el combustible del tiempo y la confianza, sin llegar a ningún destino.