La reciente destitución en pleno de la junta directiva del Banco Nacional de Costa Rica (BNCR), ejecutada por el vicepresidente Stephan Brunner, constituye un grave retroceso en materia de gobernanza pública. Esta acción erosiona décadas de esfuerzo por blindar a las instituciones financieras estatales de la interferencia política, y revive prácticas que Costa Rica creía superadas.
La Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) establece con claridad que los bancos públicos deben contar con estructuras sólidas de gobernanza y gestión de riesgos, particularmente frente a la influencia política. Lo sucedido en el BNCR va en dirección contraria: una destitución presuntamente motivada por lo que se consideró un proceso de nombramiento inadecuado para la gerencia general. La posterior designación acelerada y poco rigurosa de nuevos directivos, la renuncia de uno por conflicto de intereses, y la intervención directa del presidente Chaves en decisiones crediticias contra sus adversarios políticos, dibujan un patrón de politización institucional.
En su documento Empresas Estatales y Principios de Gobierno Corporativo, la OCDE subraya que las entidades financieras públicas deben contar con consejos directivos autónomos y profesionales, sistemas de gestión de riesgos robustos en especial ante interferencias externas y una clara separación entre el gobierno corporativo y la administración política. Todo esto ha sido dejado de lado en este caso.
Más allá de la legalidad del procedimiento, cuya valoración compete a los tribunales, el fondo del asunto es ético e institucional. El Banco Nacional, por su tamaño e impacto sistémico, no puede gestionarse como una dependencia del Poder Ejecutivo. Su influencia en la estabilidad económica, el crédito productivo y la confianza del sistema financiero exige un gobierno corporativo técnico, autónomo y profesional. Romper ese equilibrio expone al país a riesgos innecesarios y conocidos.
La experiencia con el Banco Anglo y Bancrédito muestra que la intromisión de directivos en la operativa de las instituciones financieras llevaron estas entidades a la ruina. Del mismo modo, la evidencia internacional ofrece advertencias claras. Japón vivió en la década de 1990 una recesión prolongada debido a decisiones bancarias politizadas y mal reguladas. En América Latina, casos como los de Brasil, Venezuela y Argentina muestran cómo la intromisión política en bancos estatales puede derivar en inflación descontrolada, pérdida de reservas y colapso financiero. En todos estos casos, quienes terminan más afectados son los ciudadanos pues estas crisis sistémicas tienen efectos sobre el empleo, la pobreza y el deterioro de múltiples indicadores sociales.
Insistimos: separar la política de la operación bancaria no es un lujo; es una necesidad para la estabilidad. La junta directiva debe trazar los lineamientos estratégicos y velar por su cumplimiento, pero las decisiones operativas, como la concesión de créditos, deben recaer en estructuras técnicas que respondan a criterios de riesgo y viabilidad.
La confianza es el pilar del sistema bancario. Si el empresariado o el público perciben que los recursos depositados en el Banco Nacional están sujetos a caprichos políticos, buscarán alternativas en el sector privado. Esto no solo debilita a la banca estatal, sino que también lesiona el principio de equidad en el acceso al crédito para miles de costarricenses. Creer que lo actuado en el Banco Nacional no tendrá repercusiones sobre la confianza de la institución, sería pecar de inocentes.
Estas prácticas perniciosas significan servir el negocio bancario en bandeja de plata a entidades financieras del sector privado que sí tienen respeto por una civilidad representada por buenas prácticas de gobernanza.
El país no puede permitir que una institución clave sea tratada como botín político por los políticos de turno. La autonomía institucional debe prevalecer por encima de los intereses particulares o coyunturales.
