El viernes pasado en el "andén" (una vieja plataforma) del tren ubicado en la parada en Cuatro Reinas, en Tibas, un grupo numeroso de pasajeros estaba esperando.
Los que vienen juntos conversan de cualquier cosa, se muestran memes publicados en redes sociales, o lo que alguien dijo en el Facebook, la foto de un hijo o hija. Los que van solos revisan sus móviles, envían y contestan mensajes.
La tecnología está decididamente integrada a las vidas de todos. Aunque el contraste es enorme con la plataforma coloreada de herrumbre, el tren de la época bananera y, en general, los servicios que recibimos los ciudadanos.
En eso un anciano, con una humildad que solo se obtiene de muchos años de vivir y trabajar sin salir de la pobreza, se vuelve para preguntarme dónde se conecta, en el celular que tiene en su mano, el cargador de energía para la batería.
Me quedo extrañado y miro el móvil. Es un Nokia, un clásico. Le digo dónde, señalando el icono en el borde.
—Es que no veo de cerca. Solo veo de lejos –se justifica. No tiene anteojos.– Le compré este celular a un carajo.
—¿Le dio el cargador?
—No.
—Mucha gente tiene. Algún vecino debe tener y se lo pide prestado- interviene una señora que está al lado.
—También puede ver si consigue alguno por ahí– le digo, pensando en que lo más seguro el celular es robado, qué tal vez consiga con suerte el cargador en alguna compra venta o en una tienda por los alrededores del mercado y que lo estafaron.– ¿Cuánto le costó?
—Cinco mil colones. Yo le iba a comprar unas películas y él se lo estaba vendiendo a otro. Ahí lo probó, hizo unas llamadas y ya le puse chip.
Enciende la pantalla. Al menos enciende.
—¿Consiguió una línea prepago?– le digo.
—Sí.
—Algún vecino debe tener cargador– tercia la señora otra vez, obsesionada con que un vecino le preste el cargador.
El problema es que ya casi nadie tiene de esos celulares. Además, no me imagino la situación del anciano tocando la puerta de un vecino cada día a cualquier hora para que le presten el cargador. No creo que haya muchos buenos samaritanos por ahí. No en estos tiempos.
—Mejor trate de comprarle uno para que no esté yendo donde algún vecino a cada rato– le recomiendo.
—Sí, son baratos. Valen como dos mil colones– dice ahora la señora.
—Yo es que no necesito— se explica el señor– pero ahora en el Ebais hay que sacar las citas por Internet. Fui a una tienda de una compañía y venden unos sencillos, pero yo no puedo comprarlos. En eso llegué a comprar las películas.
"¿Este celular tiene para datos?", pienso. "Es de la época en que ni GPRS había".
No tengo chance de preguntarle ni de decirle (titubeo, me entra la duda de si ser un aguafiestas). Llega el tren y pierdo de vista al señor.
Vuelvo a pensar cómo la gente va integrando la tecnología, aunque sea a la fuerza, y empieza a usar los servicios digitales. Los ciudadanos están dispuestos. No importa la edad. Aunque no sea fácil para algunos de ellos.
A la mañana siguiente enciendo la tableta y veo en la portada de la edición digital de La Nación: Gavilanes cobran por citas en CCSS en plena era digital.
Es un reportaje de Angela Avalos que denuncia cómo, pese a los sistemas desarrollados por la Caja, hay quienes cobran entre cinco mil y diez mil colones por algún trámite en el Área de Salud de Cubujuquí, en Heredia: venta de espacios (citas), renovación de carnés y hasta aseguramiento.
La encargada dice que de la puerta para afuera no puede hacer nada. Saben lo que está pasando. ¿Podían tomar alguna medida? Seguro que sí.
Y pienso en el señor con su viejo Nokia. Cuando descubra que con ese teléfono no se puede sacar la cita por Internet, intentará llamando. Cuando eso tampoco sea posible, ya sabemos cómo operan las instituciones, irá a hacer la fila en la madrugada.
He visto a la gente haciendo fila en un Ebais desde muy temprano, cuando salgo a correr. Esperan con una paciencia envidiable hasta que algún funcionario llegue y empiece a atenderlos, mucho antes de que aparezca el médico.
Y ahí, en esas filas, es cuando la gente tarde o temprano se topa con los gavilanes, que se aprovecharán de la necesidad para sacarles plata y hacerles un trámite para el que la Caja dice tiene un sistema en el que lleva casi 20 años trabajando.
De hecho los asegurados intentan sacar cita por Internet, no encuentran campo. Y por teléfono, nadie les contesta. No ocurre en todos los Ebais, Áreas de Salud o clínicas de la Caja. En varias, sí.
—En el Ebais de Barrio México no se puede sacar cita por teléfono y tampoco las dan en la ventanilla— nos cuenta una asegurada, Aida Miranda. –Hay que llamar. El problema es que es imposible: la llamada nunca entra.
Aida conoce el caso de un adulto mayor que necesita con urgencia una cita para una referencia al oculista, tiene catarata en un ojo y ya casi no ve. En el Ebais le dijeron que debe llamar por teléfono de 10 a 11 de la mañana, pues ese es el horario para adultos mayores.
—La nuera lleva dos meses tratando de llamar y es imposible. Está viendo como recoge dinero para pagar por fuera (en una clínica privada).
El caso de la misma Aida tiene que ver más con el tiempo que hay que esperar por una cita especializada o un examen. Lleva dos años esperando a que la llamen para un ultrasonido de mamas en el Hospital México. Le dieron una cita en gastroenterología en enero pasado y, para sacar esta otra, debía ir ahora en octubre: encontraron campo para abril del 2017.
—Por dicha no tengo antecedentes– me escribe.– Tomo Omeprazol y ya no tengo receta. Me queda para mes y medio, porque dicen que las citas están para más de un año.
Pero ella piensa en el adulo mayor que conoce y, por rebote, yo en el señor del "anden" del tren.
—Carlos, imágínese: ¿cómo hacen los adultos mayores humildes que no tienen cómo llamar? Creo que lo que están haciendo, es obligándolos a que paguen por fuera, el que puede, y el que no puede será esperar la muerte. Otra opción que les dan es ir todos los días a esperar a que falte alguien, cosa que no sucede, pues todo está saturado.