El narcisismo surge del mito griego de Narciso, quien enamorado de su imagen reflejada en el agua, se ahogó al intentar besarla.
Deterioro democrático, nuevas derechas autoritarias, actores políticos inéditos, colapso de sistemas de partidos, desarticulación social, políticas públicas ineficaces y corrupción de clases políticas marcan un cambio de época.
En este contexto aparecen supuestos hombres providenciales, disfrazados de Mesías y poseídos por la enfermedad de Narciso, embelesado por su reflejo.
El narcisismo político es un trastorno caracterizado por el sentido exagerado de su importancia, por parte del actor político, y va acompañado de una necesidad excesiva de admiración y del sentimiento de merecerlo todo.
El narcisista político se cree superior —Yo el Supremo— exagera logros y talentos, elabora fantasías sobre sus éxitos, reacciona a la crítica con persecución e insulto.
La petulancia del ególatra lo lleva a la búsqueda continua del reconocimiento y la adulación, encerrándose en una burbuja. El aislacionismo narcisista conduce a la ausencia de empatía y a la incapacidad de reconocer las necesidades de los otros.
Presumidos, se jactan de logros que no les pertenecen y aparecen agrandados, maquillados por la propaganda.
Estos falsos profetas son malos líderes, su arrogancia los lleva a creerse sus fantasías, incapaces de conciliar la realidad con la imagen desmesurada de sí mismos.
Dominantes no pueden formar equipos, dirigen verticalmente y con disciplina rígida, creando un clima de temor en sus más cercanos colaboradores, ansiosos ante la posibilidad de ser excluidos de la gracia del fatuo narciso y muchos abandonan el barco.
El megalómano puede proyectar cordialidad y simpatía y eso le permite ser popular algún tiempo, ofreciendo soluciones fáciles y de corto plazo que raramente cristalizan.
El narcisismo amenaza a la democracia pues la pulsión de dominación que yace tras la creencia en la superioridad provoca confrontación, olvidando que el progreso reside en la cooperación y no en el enfrentamiento.
El culto a la personalidad del Jefe no lleva a la igualdad democrática sino a la autocracia.