Este mes se cumplen setenta años de la proclamación de la República Popular China, por parte de Mao Zedong, después de un siglo de humillaciones imperialistas que impusieron consumo de opio, tratados desiguales y la cruel invasión del militarismo japonés.
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La guerra popular de Mao permitió reconquistar su independencia, apoyada en la movilización campesina y el orgullo nacional. El centralismo imperial histórico se alimentó además de dos fuentes occidentales: el marxismo y la práctica leninista de concentrar el poder en el partido.
La revolución logra unificar un gran país, no sin los errores y excesos propios del delirio de las revoluciones. Las campañas de Mao producen gran sufrimiento y millones de muertos por ejecuciones y hambrunas.
La teoría maoísta, de apoyarse en las propias fuerzas, encuentra límites en Deng Xiaoping, quien enrumba al país por el pragmatismo y la apertura, abriéndose a la inversión extranjera, utilizando mecanismos de mercado para desarrollar las fuerzas productivas.
Paz y respeto
Millones de seres humanos salen de la pobreza y transformada en la fábrica del mundo, China se levanta pacíficamente. Hoy es la segunda economía mundial y a pesar de asimetrías regionales, ha tomado la ruta del desarrollo e incursiona en la alta tecnología.
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El mundo se asombra con su vitalidad, pero también despierta temores en la potencia del statu quo (EE. UU.). Algunos de sus académicos (Graham Allison), han avizorado una confrontación seria, más allá de la guerra comercial.
Las fricciones actuales no tienen carácter militar, es de esperar que no lleven a una ruptura —decoupling— de la estrecha imbricación económica entre ambos países. Esperemos que la competencia vaya acompañada de cooperación, paz y respeto, evitándose la tentación de la hegemonía.